jueves, 18 de septiembre de 2008

Calle del Escribano











Digamos que en la madrugada el escribano se hallaba muy cómodo para buscar palabras. Posiblemente en esas horas tan solas y frías para muchos, nuestro hombre la pasaba muy bien en la reciente ciudad andina de Tunja.


La historia asegura que le gustaba fomentar las artes y la cultura en su pequeña ciudad. Nada se sabe de sus gustos mundanos, pero alguno debía ejercer. Un hombre sin vicios poco puede contar. Parece ser que Juan no dio mucho que hablar en cuestiones de excesos, sobrevivió a su siglo por promover las artes, su amistad con el cronista Juan de Castellanos, y su gran casa.


La mayoría del grupo de transeúntes, que por caprichos del destino nos puso en ese momento y lugar, pasamos casi de largo. La fachada blanca era intimidante bajo el sol del medio día. No era una casa que invitara a entrar. Apenas, una placa de piedra atrapaba una que otra mirada. El anuncio fue incrustado por la municipalidad como un lunar artificial donde destacaba el escudo familiar del escribano y una leyenda que detallaba el nombre del ilustre propietario.


Juan llegó con su padre a las Indias para buscar fortuna. Hijo de un caballero español y capitán de conquista que en 1564 se instaló en la aristrocrática religiosa y culta naciente ciudad de Tunja. Diez y nueve años después compraría el título de escribano. Por esos días, al igual que ahora, la gente veía en los cargos públicos una fuente casi inagotable de dinero y prestigio.


El escribano era servidor directo del rey, y al igual que su equivalente actual, el notario, sellaba la fe pública. Era un negocio rentable que podía ser heredado. Juan aseguró a su decendencia el jugoso oficio por casi cien años. Se tiene registro que su nieto Juan de Vargas Matajudios al parecer fue el último de la fila familiar en hacerse al cargo.


No se pudo establecer porque los Vargas dejaron su España natal. Seguramente la fortuna y el afán de riqueza los trajó a encerrarse entre montañas. Talvez escapaban de algo.


Juan de Vargas encontró su lugar en el mundo y una razón para su existencia, hizo de su casa de trazos de arquitectura mudéjar una joya prohibida para la retina del caminante desprevenido. Las buenas cosas suelen estar al ojo del observador.


Hay lugares donde el camino se vuelve para abrigar. Sitios donde nunca se ha pisado un metro antes pero sientes que regresas, finalmente. En esa calle desembocas a la plaza como el aeroplano fragil que no tiene otra opción al final de la pista mas que volar. Allí se cruza una sola vez para sentir que el tiempo regresa, para no tener la certeza de ser quien camina por ahí de nuevo. Tal vez eso sea el olvido. El nombre de una calle que todos pasan de largo.